En 2002 nace un nuevo saber, la Neuroética, en un congreso
organizado por la Fundación Dana, interesada por las neurociencias. El congreso
se celebra en San Francisco, con la asistencia de un buen número de
especialistas, dispuestos a presentar en sociedad a la recién nacida, que
tendrá por delante una apasionante tarea: no solo se ocupará de evaluar
éticamente las investigaciones y las aplicaciones en neurociencias, sino
también de tratar problemas fundamentales de la vida humana en los que está
implicado el cerebro, como la libertad, la conciencia, el yo, la relación
mente-cuerpo o las bases cerebrales de la moral.
Desde el congreso fundacional han aumentado exponencialmente
las instituciones y publicaciones dedicadas al tema, llegando en ocasiones a la
convicción de que la Neuroética es al siglo XXI lo que la Genética fue al XX,
el gran reto que las ciencias plantean a la ética, ahora gracias al avance de
las neurociencias.
Las neurociencias encarnan el sueño de la perfectibilidad
del hombre.El abanico de aplicaciones que abre el nuevo saber es
inmenso, pero de entre ellas una se ha convertido en el asunto estrella: el
enhancement, la posible mejora de las capacidades humanas interviniendo en el
cerebro, el perfeccionamiento de facultades normales, y no solo la curación de
patologías. La perfectibilidad del hombre, el gran reto del siglo XXI, las
virtualidades y los límites de conseguir hombres y mujeres mejores
interviniendo en el cerebro.
¿No desearía usted que le insertaran un chip para hablar
inglés sin necesidad de academias? ¿No querría recuperar aquella fabulosa
memoria de la juventud? Si la nueva Genética preparaba el Mundo feliz que
diseñó Aldous Huxley, las neurociencias permitirían encarnar por fin el sueño
del doctor Frankenstein.
Porque según cuenta uno de los fundadores de la Neuroética,
William Safire, el nuevo saber nació en realidad en 1816 con el Frankenstein de
Mary Shelley. ¿Lugar? Villa Diodati, en los alrededores de Ginebra. Allí se han
reunido Lord Byron, Shelley, Polidori y Mary, que más tarde llevaría el nombre
de Mary Shelley. El mal tiempo les obliga a permanecer en la villa y deciden
hacer la apuesta de escribir cada uno un relato de terror. Al finalizar la
estancia solo Mary ha sido capaz de terminar ese relato Frankenstein: el
Prometeo moderno, con el que, al parecer, y sin ella saberlo, nació la
Neuroética.
Claro que contar de este modo la prehistoria del nuevo saber
puede parecer disuasorio, que es un intento de prevenir contra las posibles
consecuencias nefastas de la tarea prometeica de intentar crear hombres más
perfectos, porque puede llevar a producir monstruos. Como ella misma confiesa,
Mary había leído los trabajos de Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin,
sobre la creación de la vida artificial, y los toma como base para su obra. Por
eso, aunque empieza escribiendo una historia de terror, va pasando poco a poco
a contar un relato sobre la perfectibilidad del hombre y acaba descubriendo que
el presunto hombre más perfecto no es más que un monstruo. Se trataría a fin de
cuentas de una novela educativa más, con una moraleja que convendría recordar
en el siglo XXI, cuando las técnicas de neuroimagen permiten conocer más a
fondo el cerebro y se hacen posibles intervenciones de mejora. Agitar el
espantajo del monstruo de Frankenstein sería la forma de prevenir frente a esta
nueva tarea prometeica.
Pero no es este el mensaje que encontrará en la novela de
Shelley quien no solo lea el comienzo, sino que llegue hasta el final. Sin duda
la criatura de Frankenstein es un hombre distinto de los conocidos, más
perfecto en algunas de sus capacidades, pero, precisamente por eso, no puede
encontrar a ningún semejante, nadie puede reconocerle como un igual en
humanidad. Y el hilo conductor de la novela es la búsqueda desesperada de un
igual en quien poder reconocerse, a quien poder estimar y de quien recibir
estima. Al final del relato el monstruo maldice a su creador por haberle creado
con un gran anhelo de felicidad y sin los medios para satisfacerlo: le ha dado
grandes capacidades, pero no la posibilidad de encontrar a un igual con el que
compartir vida y destino, no hay derecho a crear a un ser sin ofrecerle a la
vez los medios para ser feliz.
Ese era en realidad el mensaje de Mary Shelley: que los
miembros y los órganos de un ser humano, incluido el cerebro, pueden ser muy
perfectos, pluscuamperfectos, pero nada garantiza que su vida sea una vida
buena si no puede contar con otros entre los que saberse reconocido y estimado.
"El ángel rebelde -dirá el monstruo de Frankenstein- se convirtió en un
monstruo diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta en su
desolación, con amigos y compañeros. Yo estoy solo".
Tal vez este debiera ser el mensaje de una Neuroética
pensada en serio, prometedora en tan gran cantidad de posibilidades, cuidadosa
de esa dimensión del reconocimiento mutuo sin la que la felicidad flaquea.
Tal vez sea ese el modo de superar el fracaso de Frankenstein en un proyecto de vida, no tanto más perfeccionada, como buena.
Tal vez sea ese el modo de superar el fracaso de Frankenstein en un proyecto de vida, no tanto más perfeccionada, como buena.
Adela Cortina , catedrática
de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
17 de octubre de 2010 El
País
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