Lejos de ser apoyada en exclusiva desde grupos minoritarios,
la desglobalización cuenta con un valioso aliado desde hace unos años: Arnaud
Montebourg, político francés del Partido Socialista y actual ministro de
Reindustrialización. Montebourg fue candidato a las primarias del Partido
Socialista francés, a las que acudió con el programa de la desglobalización por
bandera, explicado punto por punto en su libro-panfleto Votad la
desglobalización. La apasionada defensa de este programa le valió el alcanzar
de forma inesperada un 17% de apoyos en las primarias francesas.
Esta propuesta no está exenta de críticas, tanto por el
evidente obstáculo de la falta de voluntad política para su implantación como
por el reducido peso que otorga a cuestiones como la reforma en profundidad de
nuestras instituciones políticas o de los fundamentos mismos del sistema. No
están faltas de razón, pero en mi opinión el programa desglobalizador
constituye un primer paso realista que podría ser muy efectivo para atajar la
actual debacle de la economía mundial, por lo que debería ser aplicado de forma
inmediata al menos en Europa.
¿Por qué desglobalizar?
El punto de partida de la declaración de intenciones de
Montebourg es contundente: proclama que la globalización es una estafa que
nuestros dirigentes nos han infligido durante los 20 últimos años.
Frente a ella la desglobalización se configura, más que como
una teoría global, como un ambicioso programa económico a través del que se
pretende rehacer nuestro sistema sacando a Europa de la injusticia y la pobreza
en la que nos ha sumido el neoliberalismo.
Y es que la globalización ha puesto a competir a la baja a
los obreros y asalariados de todo el mundo, al margen del grado de respeto a
los derechos laborales y sociales que hayan sido conquistado en cada país. La
falta de límites y controles internacionales sobre los flujos financieros y las
actividades económicas supone que las grandes empresas son ahora libres de
buscar el lugar con peores estándares laborales para reducir sus costes,
empeorando las condiciones de los asalariados de todo el planeta. Los
productores, pequeños empresarios y contratistas de los distintos países son
también empujados a una competencia atroz que deja escaso margen para obtener
una contraprestación digna por su esfuerzo, trabajo y riesgo asumido.
Como ahora las grandes compañías son libres de moverse
adonde más les convenga, se produce una consecuencia obvia: deslocalizaciones
empresariales. Estas repercuten gravemente en la calidad de vida del trabajador
con derechos, pues las empresas huyen de los países con altos estándares
laborales para instalarse en aquellos sitios donde los obreros son más baratos.
Todo esto se traduce en la disminución del empleo en áreas desarrolladas, como
la UE, mientras supone que en los países en desarrollo los trabajadores sean
prácticamente esclavizados a cambio de una miseria.
Los defensores de la globalización nos decían que la riqueza
generada por este proceso acabaría repercutiendo en todos, aumentando nuestra
prosperidad de forma global. Ello presuponía que las bondadosas
multinacionales, al ver aumentados sus márgenes de beneficios, iban a redistribuir
esa riqueza invirtiendo más, instalando más fábricas, contratando más
trabajadores con mejores sueldos... El problema es que cuando estas
multinacionales son por fin liberadas del control de los Estados su único
objetivo pasa por seguir aumentando los réditos económicos de sus directivos y
accionistas, sin que ello suponga repercutir ningún beneficio en el grueso de
la sociedad. La consecuencia obvia es el vertiginoso aumento de desigualdad
entre la minoría privilegiada que disfruta de esos beneficios y el 99% de la
población (esta semana veíamos como las desigualdades sociales han aumentado
vertiginosamente en los últimos años, tanto en España como en el resto del
mundo).
Mientras tanto, los gobiernos están paralizados frente a
esta dictadura de los privilegiados señores de la economía. Las políticas
alternativas se definen sistemáticamente como "poco realistas" o
"utópicas". Los expertos continuamente nos recuerdan que si se
intentan imponer límites y controles las empresas se irán a otro lado. Pero la
cuestión es que, como Montebourg nos recuerda, las empresas se marchan
igualmente, y mientras tanto la política se comienza a ver como algo inútil e
inoperativo.
Las minorías privilegiadas beneficiadas por el libre
comercio descontrolado han terminado así aliándose con la mayor parte de la
clase política, ya que para estos es más fácil unirse al enemigo que luchar
contra él. La consecuencia es una creciente frustración y desafección en los
ciudadanos, que ya perciben a esta clase política como una casta parasitaria
asociada a los poderosos en la que no existen diferencias entre izquierda y
derecha.
Montebourg es especialmente crítico con la izquierda
tradicional: les acusa de denunciar sin aportar soluciones, y de pretender
hacernos creer que la globalización es una especie de catástrofe natural con
consecuencias imprevisibles, cuando es el producto claro de decisiones
políticas. Frente a esta situación ya no vale el simple socialismo
redistributivo o una izquierda que solo aplica paños calientes. Por eso
Montebourg propone no gestionar un sistema moribundo, sino transformarlo,
protegiendo los mercados nacionales para recuperar el poder de decidir de los
pueblos.
La vuelta al proteccionismo
La desglobalización no pretende solo proteger egoístamente
la economía propia sin un fin concreto. Se trata también de moldear el mundo a
través de esa protección, primando una reindustrialización basada en la
innovación y en la revolución verde. Para poder reindustrializar nuestros
países desde una óptica basada en las nuevas tecnologías, las energías
renovables y la innovación es preciso establecer barreras proteccionistas, tal
y como hicieron los países emergentes para industrializarse por vez primera.
No se trataría por tanto de un proteccionismo basado en el
miedo, sino de un proteccionismo solidario y cooperativo, porque planta las
bases para iniciar en cada país el renacimiento de una agricultura e industria
fuertes, con buenos salarios, derechos sociales y perspectivas de desarrollo a
nivel local que al final acabarán en los ciudadanos de todas las naciones. Se
trata de utilizar las fronteras para que cada pueblo pueda vivir de su trabajo.
Tanto en el norte como en el sur.
De hecho, frente a los que critican que esta corriente lo
que pretende es salvar egoístamente los derechos europeos, hay que recordar que
el término y el programa fueron acuñados inicialmente por Bello, un sociólogo
filipino que principalmente lo ve como una oportunidad para los países más
pobres, aunque también aplicable de forma beneficiosa en los países del primer
mundo.
Desglobalizando en la práctica
Para fraguar este programa desglobalizador para Europa
Montebourg no se queda en las nubes: lanza una serie de propuestas concretas y
realizables que pueden ser aplicadas desde ya a nivel nacional y, en un periodo
razonable, dependiendo del acuerdo de sus países miembros, en la UE.
En este sentido, esta estrategia de desglobalización para
Europa pasaría principalmente por establecer condiciones sanitarias,
medioambientales y sociales para la importación de los productos a nuestro
mercado común. El mercado se abriría en contrapartida al respeto a dichas
normas y se cerraría si no se cumplen. Asimismo, debería complementarse con una
tasa aplicable a la huella de carbono de cada producto, incluyendo la
contaminación que provoca el transporte.
Se trataría así de invertir el sentido de la competición: en
vez de luchar por tener los trabajadores peor pagados y las menores
restricciones ecológicas, las empresas tendrán que competir por garantizar los
mayores derechos y respeto ecológico para poder exportar a Europa de forma
rentable.
Estas medidas irían complementadas por reformas legales que
hiciesen responsables a las empresas matriz de los daños sociales y
medioambientales producidos en los lugares en los que han deslocalizado su
actividad. Y por reformas en políticas de consumo para mejorar la información
que reciben los consumidores de las condiciones sociales y ecológicas en las
que han sido producidos los bienes que se les ofrecen.
Muchas de estas medidas podrían ser aplicadas ya en la UE si
existiese la suficiente voluntad política. Pero Montebourg es realista: sabe
que dependerá de Alemania. El político francés reconoce este obstáculo y cree
posible que finalmente este proyecto sea apoyado por un eje franco-alemán,
dadas las consecuencias de la actual conducta suicida de los germanos.
En todo caso, y a pesar de la concreción de las medidas que
propone, la desglobalización no renuncia a posturas más "utópicas"
defendibles a largo plazo: el sistema debería evolucionar hacia una economía
mixta planificada de forma democrática, en el que existan empresas públicas y
privadas y cooperativas pero en el que no existan las compañías
multinacionales.
La desglobalización entronca así con nuevas teorías como por
ejemplo la economía del bien común ,
que proponen un cambio de paradigma en la economía para pasar de funcionar en
base a incentivos competitivos a centrarse en la cooperación.
Un programa inaplazable
Como ya he adelantado, la teoría de la desglobalización
tampoco está exenta de críticas. En primer lugar, nos encontramos los escollos
de la política y de la opinión pública. Si bien sería posible contar con el
apoyo alemán una vez que Merkel abandone el Gobierno, los lobbies financieros y
muchos países de Europa con gobiernos defensores del neoliberalismo mostrarán
una fuerte oposición a cualquier medida destinada a recortar el poder de la
oligarquía económica. Estos obstáculos políticos solo podrían ser salvados si
en toda Europa hay un amplio apoyo popular a las tesis desglobalizadoras de
Montebourg. Y para ello es preciso llevar estas ideas a la calle, dónde aún
existe un miedo atávico al término "proteccionismo". De hecho, en
España esta idea retrotrae a mucha gente a la etapa autárquica del franquismo.
Por otra parte, la desglobalización otorga un papel
secundario a cuestiones como la reforma de nuestras instituciones políticas, de
nuestro sistema representativo y de la participación ciudadana. Aunque
Montebourg habla de planificar las economías nacionales "de forma democrática",
la desglobalización no ahonda en los mecanismos que deberían mejorar de forma
radical el funcionamiento de nuestras democracias. Tampoco aspira la
desglobalización a cambiar de base el sistema económico, ya que si bien
contempla medidas revolucionarias en cuanto a proteccionismo, planificación
estatal, régimen de la propiedad o reindustrialización ecológica, no pretende
un cambio radical en las bases que sustentan el actual capitalismo.
Para muchos esta "falta de ambición" puede ser
vista como un mero parche más al sistema que no impedirá que los más poderosos
busquen otras vías para incrementar su riqueza a costa del mundo y de los
ciudadanos. Pero no debemos olvidar que estas transformaciones más ambiciosas
no son tampoco el fin de la desglobalización, que como ya comenté, pasa por ser
más bien un plan estratégico realista para salir de la crisis de forma urgente
que un nuevo paradigma de cambio global orientado al largo plazo.
De hecho, se hace ineludible complementar la
desglobalización con otras ideas que busquen una transformación más profunda de
nuestros valores, nuestros sistemas democráticos y nuestras sociedades. Este
programa bebe de las mismas premisas que muchas otras teorías o movimientos
sociales de cambio que ya se están empezando a cuestionar los cimientos de
nuestro sistema, tales como el decrecimiento o la economía del bien común: la
cooperación, la ecología, y la ya famosa premisa del "think globally, act
locally" (piensa globalmente, actúa localmente). Por eso, el encaje de la
desglobalización con otros marcos ideológicos encaminados a traer un cambio
político radical más a largo plazo es perfectamente asumible, y creo que podrá
suponer la clave de una ambiciosa evolución en Europa y otras regiones.
Por supuesto, también se oyen voces discordantes desde otros
ámbitos como la OMC o OCDE, instituciones que temen que estas medidas frenen el
crecimiento. Pero en vista de las nefastas consecuencias que ha supuesto el
entronizar el crecimiento del PIB como indicador supremo de bienestar mientras
son destruidos nuestros derechos sociales, nuestro planeta y millones de vidas
humanas, estos argumentos provenientes de la ortodoxia liberal no merecen mayor
contestación.
Fabio Gandara
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