Parece inevitable que en los siguientes años se perfeccione la tecnología para leer el pensamiento de las personas, haciendo de esta tecnología el grial de la vigilancia y a la vez generando serias cuestiones de neuroética.
El siglo 21 parece ser el siglo de la neurociencia. Si la lectura del genoma humano, el libro de la vida que escribe al hombre, fue uno de los descubrimientos científicos más importantes del siglo 20, probablemente la lectura de la mente y el desarrollo de un mapa de identidad neuronal (el equivalente al genoma pero del cerebro) será uno de los grandes acontecimientos de la ciencia de este siglo.

Si bien el proceso de desarrollar esta tecnología es bastante arduo ya que fundamentalmente se basa en identificar zonas del cerebro e incluso neuronas individuales que se activan cuando una persona siente algo y piensa en una palabra o en un concepto, lo cual supone la construcción de una especie de Google Earth del cerebro humano, parece que sólo es cuestión de tiempo para que la ciencia penetre la intimidad del ser humano.
“Mis pensamientos corren siempre libres. ¿Quién pudiera jamás adivinarlos?”, dice una canción popular alemana, que encuentra, seguramente un equivalente en muchas otras culturas.
Por milenios el ser humano ha asumido que tenía un fuero interno inviolable, su individualidad en buena medida estaba resguardada por la capacidad de pensar de manera privada y si bien podría ser un esclavo tenía la posibilidad de ser libre mentalmente. Aunque para algunos este fuero interno no era absolutamente privado, ya que según distintas creencias Dios o el universo registraba todos los pensamientos de una persona, al menos tenían el beneficio de un secreto temporal, un espacio para construir, sublimar, transmutar, maquinar o rebelarse sin que la autoridad mundana pudiera interceder. Después de todo hay cierta justicia poética individual: si eres capaz de tramar algo y construir un discurso sin que nadie pueda adivinar tus motivos o penetrar el cariz de de tu pensamiento, hay cierto merecimiento en que te puedas salir con la tuya. Pero esto podría cambiar antes de lo te imaginas –y lo que imaginas podrá ser usado en tu contra-; actualmente ya existen casos en los que se admiten como evidencia resonancias magnéticas cerebrales en una corte en Estados Unidos.

La neurociencia al servicio del gobierno y la milicia representa uno de los grandes peligros que enfrentará el ser humano en los siguientes años, en la medida en que estas instituciones sigan controladas por poderes financieros elitistas (de manera levemente relacionada, el neuromarketing, al servicio de las grandes corporaciones, ya es una industria multimillonaria) . Por una parte, personas con suficiente capital y privilegio podrán seguramente aumentar sus capacidades –programando su genética y recurriendo a una interfaz neurocibernética– y por otra las masas podrían ser sometidas a una perenne neurovigilancia e incluso a una programación mental vía hardware y software, donde, más allá de que se les lea el pensamiento, se les podría hackear. Si bien es temprano aún, el ciudadano común debe de empezar a ser consciente de las implicaciones que tiene esta tecnología –lo cual no significa que no debamos investigar y acceder a los secretos del cerebro humano (puerta también a los secretos del universo– y oponerse a cualquier exigencia en este sentido.
Tenemos que empezar a discutir neuroética y desarrollar mecanismos que puedan resistirse a una eventual violación psíquica. Leer el pensamiento de una persona a la cual le tienes cariño, o que ella te lo lea a ti, puede ser una de las grandes maravillas que ofrece este planeta sensorial (o todo lo contrarío, a mi, personalmente, no me gustaría) pero que sea el gobierno o un policía el que te lee la mente no es algo deseamos para nuestros hijos. De nuevo vemos en esto una tendencia en la que la tecnología suplanta la magia y aleja de la naturaleza. Los senderos podrían confluir, pero, en uso y en usura, parecen bifurcarse. Y lo que está en juego es el más preciado de todos los jardines, el jardín de la imaginación.
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